Había una vez una princesa, una princesa que no parpadeaba, nunca cerraba
los ojos. No dormía, no lo necesitaba pues no estaba cansada. Tenía
que estar alerta, vigilando por si las cosas iban mal en palacio para
ayudar, le encantaba ayudar.
Solo en una ocasión casi cerró los ojos, pero no lo hizo, no los cerró.
Aquella vez fue como un suspiro, un descanso para sus sentidos.
Pensó que había encontrado algo, pero su mente reaccionó rápidamente
y no los cerró. Si lo hubiese hecho, seguramente alguien le hubiese clavado
un puñal por la espalda. Mucha gente en el reino la odiaba por ser la
heredera, y aunque no era hija del rey, por diversos trámites era la
siguiente al trono y a la gente no le parecía justo. Pronto dejaron de
quejarse cuando la princesa se convirtió en reina e hizo las cosas
mucho mejor que el anterior monarca, consiguiendo así el agradecimiento
del pueblo. Como nunca cerraba los ojos sabía todo lo que pasaba en
su castillo y en el reino, lo sabía todo. Conocía a todo el mundo que
vivía en el pueblo, hasta que una tarde de abril llegó al reino una
persona nueva que fue a visitarla. Al verlo, la reina parpadeó, sus
ojos recuperaron el color y todo pasó rápido. Primero fue un suspiro,
después un quizás, más tarde un lo quiero, detrás de este la duda
y después la confirmación. La reina ya no parpadeaba por miedo,
sino para no perderse ni un segundo con él. Muchas lunas más
tarde volvió a parpadear y esta vez, cuando volvió a abrir los ojos,
él no estaba. No había nada, el campo se convirtió en ceniza y
ella volvió a cerrar los ojos para siempre.
El tiempo no se puede cambiar, solo el futuro. ¿Pero cambiarías el futuro de alguien para mantener tu presente?